El juego

Un cuento de suspenso ambientado en Rapa Nui sobre culpa, memoria y castigo.

Acto I

La voz del piloto anunciando la llegada a Santiago lo despertó. Era un día inusualmente caluroso para ser septiembre. Marticorena regresaba de Isla de Pascua, su ritual desde el cierre de su primer gran negocio. Desde entonces, las dos primeras semanas de cada septiembre pertenecían a la isla, como si hubieran firmado un contrato tácito: mar turquesa a cambio de éxito acumulado. Nunca tuvo ninguna relación importante. El único amor que había sentido era hacia el dinero.

Tras la ducha, se sentó en la terraza con una copa de vino. Le fascinaba observar las luces titilantes de la ciudad mientras repasaba, satisfecho, su vida de éxitos. El vino hizo lo suyo. Se metió en la cama listo para dormir, pero un agudo pitido lo sacó del letargo: tenía 7% de batería.

Maldijo en voz baja. Caminó al living sin encender la luz. En su departamento todo siempre estaba en su sitio; por eso lo sorprendió no encontrar el cargador en la biblioteca. Regreso al dormitorio, encendió la luz y subió la maleta a la cama. Un escalofrío recorrió su espalda: no era su maleta.

Abrió lentamente la cremallera, casi por instinto. Dentro encontró un orden extraño, como de ritual. Envueltos en un pañuelo verde, tres sobres; en uno lila, tres casetes; en uno amarillo, un walkman y —por suerte— un cargador compatible con su teléfono. Le costó procesar que no estaba soñando: el tacto del pañuelo, el peso del walkman, el pitido del teléfono: todo era demasiado real.

Se sintió observado, como si un efecto mágico lo hubiese hipnotizado; miraba los objetos absorto. Una vibración le rozó la muñeca. En el reloj alcanzó a leer: “Lista de instrucciones” desde un número desconocido en WhatsApp. Puso el primer casete. Una grave voz robótica le dio la bienvenida a lo que denominó “El juego”. Sonrió con incredulidad: el nivel de producción de la broma olía familiar, pero el cuidado del empaquetado lo desconcertaba —los pañuelos, las etiquetas transparentes, los objetos numerados— El juego consistía en descubrir siguiendo la evidencias, por qué motivo fue elegido.

Primer sobre: una foto suya en Anakena. El segundo estaba sellado con cinta; al romperla, el escalofrío le atravesó el pecho borrando su sonrisa por completo. 

Acto II

La segunda fotografía era de él en el mismo sitio, pero cuatro años atrás. Sudaba frío; el latir de su corazón retumbaba en sus oídos. Recordó de inmediato ese día y a la bella mujer que lo acompañaba: Ariadna, una hermosa rapanui a quien conoció en su primer viaje.

Como si descendiera por un tobogán sin fin, los recuerdos lo asaltaron con emociones que creía haber enterrado para siempre. Pese a que fue una relación casual, con ella sintió una conexión que jamás había sentido por nadie. Lo suyo fue fugaz, pero intenso.

De los quince años que llevaba viajando a la isla, al menos ocho los vivió con Ariadna. Ambos necesitaban esas dos semanas para sentirse vivos. Y, así como empezó, terminó de improviso —casi como un deus ex machina—: Ariadna desapareció misteriosamente dos días antes del regreso de Marticorena. Nunca encontraron su cadáver ni rastro alguno; entre las muchas teorías, algunos incluso aseguraban que la isla se la había tragado.

Tragó saliva con la inútil esperanza de disolver el nudo en la garganta. Empezó a tomar el juego con mayor seriedad. Siguió al pie de la letra las instrucciones: cada sobre y cada casete eran una bocanada de recuerdos que lo inundaban, dardos de fuego que le quemaban el corazón.

Con toda la evidencia ordenada en secuencia temporal, estableció que las grabaciones y las fotos correspondían a la última semana que pasó con Ariadna, hasta su regreso a Santiago. Solo restaba un casete por escuchar. Tenía una etiqueta escrita a lápiz y pegada con scotch: “recuerda”. Hizo una pausa; aún no lograba procesar lo que estaba viviendo. Se sirvió un whisky con dos hielos y salió al balcón para encender un cigarrillo.

Estaba listo para la recta final cuando el citófono lo interrumpió: había llegado un sobre para el departamento 2007.

Apretó “play” y sintió pánico: la voz decía que ya debía tener el sobre en su poder. Efectivamente, era un A4 amarillo. Dentro, nuevas fotografías y una grabación. Eran del día siguiente a la desaparición; la última lo mostraba subiendo a un taxi en el aeropuerto.

Colocó el nuevo casete. La voz le pedía que buscara una caja de madera envuelta en un pañuelo rojo y deshilachado. Estaba en su clóset. Palideció.

Eran fotos de la última noche en que se vio a Ariadna con vida. Al parecer, las tomaron con un dron. Se vio a sí mismo discutiendo con ella afuera de la discoteca. Era la “última noche”, la fiesta de despedida que sus amigos locales organizaban cada año. Habían bebido demasiada cerveza. Abrumados por la cercanía de la separación, se enfrascaron en una discusión sin sentido.

Otra fotografía los mostraba en el mirador de Tahai. Allí se habían conocido. Tal vez intentaron reconciliarse. Pero, por causa del alcohol, todo estaba fuera de control.

Una imagen mostraba a Ariadna abofeteándolo; en la siguiente, como un reflejo, Marticorena abofeteándola a ella. Sintió que lo estrangulaban: la garganta cerrada no lo dejaba respirar. Lloró. Si hubiera podido controlar su ira, nada habría sido tan macabro.

En la foto siguiente, Ariadna yacía inmóvil en el suelo; un charco de sangre se extendía desde su cabeza. Esa maldita roca la despojó de su esencia en segundos. Lloró, desgarrado: si hubiera podido contenerse, el cuello de Ariadna no se habría quebrado allí. Las fotografías siguientes eran una secuencia: Marticorena llenaba de piedras una mochila; después de besarla, la arrojaba por el acantilado. Otra imagen lo mostraba, con la ayuda de la lluvia, limpiando la escena.

Marticorena no daba crédito a lo ocurrido. Autómata, como en una pesadilla gris, regresó al bar. Le costó cruzar la puerta. Se llevó las manos a la cabeza: sentía que iba a estallarle.

Sus amigos estaban tan ebrios que ni siquiera notaron su ausencia. Todos declararían después que Marticorena estuvo con ellos toda la noche, hasta el amanecer.

Al año siguiente, aún no había noticias del paradero de Ariadna. Para entonces, hasta el más optimista había perdido la esperanza. Tras un funeral simbólico, casi ya no se hablaba de su desaparición. Así fue transcurriendo el tiempo, y la isla fue olvidando el episodio. Pero la isla no perdona; todavía tenía cuentas que cobrar desde aquella noche.

Las luces titilantes ya no le provocaban entusiasmo alguno. El peso de la culpa era mayor. Lo que costó años enterrar había brotado de pronto, como una explosión.

Acto III

Recibió una llamada de un número desconocido. Contestó y reconoció de inmediato la voz de Ulani, la hermana de Ariadna. Marticorena se limitó a escuchar mientras Ulani, con calma quirúrgica, le explicaba que en la botella de whisky había puesto un veneno incoloro e insípido que lo mataría en un máximo de tres horas.

—¿Qué buscas con todo esto? —atinó a preguntar, ya en shock.

—Quiero oírte arrepentido por haber matado a mi hermana —respondió ella—. Sé que fue un accidente, pero necesito escucharte pedir perdón.

Marticorena lloró con una angustia nacida del arrepentimiento más hondo y pidió perdón con solemnidad. Al otro lado del teléfono, Ulani sonó fría.

—Está bien. Suficiente. Te creo. En el bolsillo lateral de la maleta hay una jeringa con un frasco: es el antídoto —dijo—. Soy médica; sabrás qué hacer.

Con manos temblorosas, Marticorena tomó la jeringa, extrajo el líquido y se lo inyectó en el brazo. Aún llorando, alcanzó a agradecerle. Ulani cortó sin decir nada más.

Para calmarse, buscó una botella de ron y se sirvió un trago. Saboreó el primer sorbo, dulce, creyendo que todo había terminado.

Acto IV

Fue al balcón y encendió otro cigarrillo. En silencio, observó las formas del humo disiparse con el viento, cuando un nuevo mensaje de WhatsApp llegó a su teléfono. Era Ulani: le decía que Carabineros estaba al tanto de todo y que iban camino a su departamento para arrestarlo.

La pesadilla volvía a empezar. Marticorena pensó en huir; fue al clóset por algo de ropa y sus tarjetas de crédito, pero un mensaje de audio lo detuvo:

—Felicitaciones: ganaste el juego. Acabas de inyectarte el virus del sida. ¿Cómo se te ocurrió pensar que quedarías impune? Estabas condenado desde el principio. ¡Maldito asesino!

Una hora después, Carabineros llegó alertado por los vecinos: un hombre había saltado al vacío desde el piso veintidós de la torre. Trasladaron el cuerpo de Marticorena al Instituto Médico Legal y, luego del examen toxicológico, no encontraron ninguna anomalía.

En verdad, todo había sido un juego.

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